28 noviembre 2007

Javier Marías: Tu rostro mañana 1. Fiebre y lanza


El estilo de Javier Marías es envolvente, caudaloso, puede parecer desmedido pero no lo es, porque se percibe la medida interna, casi la contención, ya que el autor tiene mucho que decir y muchas palabras acumuladas que surgen, se comunican, se entrelazan y se liberan, se fecundan, se unen, se separan y forman una historia subyugante, un discurso imparable, un río al que el lector convencido se arroja de cabeza sin importarle dónde irá a parar. Pocos escritores pueden presumir de escribir cómo y de lo que les da la gana y no perder a sus lectores. Marías no ahorra palabras, no ahorra párrafos, no ahorra ideas. Dice todo lo que tiene que decir y quien quiera, quien le quiera, que le siga. Doscientas páginas de introducción: dicho así suena brutal, repelente. Pero es que estamos ante una novela larguísima, llena de episodios variados, de memoria, furia, fiebre, lanzas y dolor. Y colocar al lector en situación sólo podría hacerse como lo hace Marías: introduciendo temas, recurriendo a las digresiones, a la dilatación temporal. Y nunca cansa, nunca aburre, nunca vemos inflación textual en esta gran novela. Y cuando el narrador, Jacobo Deza, habla de su padre y de cómo fue traicionado por los que le conocían, por quien había sido un amigo de toda la vida, tras acabar la guerra civil española, podemos contemplar el dolor, la rabia, la desazón, la injusticia pero también la contención del narrador/autor, que se sabe emocionado y no quiere lagrimear, no quiere ganarnos con lo fácil y corta y da vueltas y elude lo sentimentaloide y lo folletinesco y lo vendible, huye del fácil reconocimiento y del fácil aplauso. Y hablándonos de esos tiempos duros, de delaciones y de ruido y furia y traición y estupefacción y certeza y miedos y represalias consigue la primera gran parada, la primera conquista del ánimo del lector y de su atención inquebrantable y sube y muestra cómo se escribe la más alta literatura en los días de hoy, aquí y ahora.

21 noviembre 2007

Fernando Fernán-Gómez


En un mundo del que van desapareciendo las personas más importantes, los artistas más necesarios, también un actor magistral decide envolverse en su capa, en su sombrero gigante y desaparecer, acaso algo hastiado, harto, decepcionado, fatigado y con una sonrisa muda y quizá invisible en sus labios. ¿Qué nos quedará de este hombre? Algunas películas, algunas series - la del pícaro, me recuerda mi hermano por teléfono, que también acaba de enterarse de la noticia del fallecimiento-, algún exabrupto, una imagen, una voz que mañana oirás en televisión - un anuncio inigualable- defendiendo la grandeza del fútbol con un tono que te paralizará y que te arrancará un rato de tu vida cotidiana para llevarte a un lugar del que parten los mejores pensamientos y al que van a parar las mejores personas. Te añoraremos. Hasta siempre, Fernando.


Comentarios dignos de leerse en el diario Público

10 noviembre 2007

Mi madre, en la iglesia (Nunca te diremos adiós)


A las seis de la mañana dejé el sofá y me puse a escribir estas líneas. Las leyó una de nuestras primas, Loli, porque sabíamos que ninguno de los cuatro hermanos podríamos dominar la voz ni los sentimientos. Cuando mi prima acabó de leerlo, hubo un inesperado aplauso en la iglesia, que quizá mi madre, junto a las palabras a ella dedicadas, pudo oír. El sacerdote aprobó la lectura del texto, leyó a su vez algunas palabras de Miguel de Unamuno y de Antonio Machado. Espero que mi madre las oyera. Espero que aún pueda seguir oyéndonos, deseo que exista el alma y que ella, mi madre, nunca deje de ser mi madre.

Mi madre no confiaba en el no. Confiaba en el sí.
Mi madre era optimista: siempre creía que todo tenía solución.

Mi madre tenía un gran poder: allanaba las montañas. Pero no las físicas, sino las montañas que crean las diferencias y las discusiones. Y encontraba el camino para el entendimiento y la paz.

Mi madre nunca se quejó de nada. Siempre le importaron sus hijos y toda su familia antes que sus propios problemas.
Mi madre siempre se esforzó, siempre nos quiso. Su presencia traía la luz del nuevo día.
Mi madre era la aurora, era la luz.
Nunca te olvidaremos, Aurora Rodríguez Castillo.