14 enero 2009

En Valencia: Luis Baylón y Bernard Plossu




Pocas obras fotográficas conozco que sean tan coherentes, esenciales y necesarias como la de Luis Baylón. No hay saltos estilísticos vanos, imágenes metidas con calzador para ponerles el sello de autor, no hay fotos que parezcan pequeñas al lado de otras que pueden parecer demasiado grandes junto a las primeras. Pasear por el universo Baylón ayuda a ver la realidad de manera más limpia, a valorar mejor a muchas personas con las que nos cruzamos por la calle y que en el objetivo de este gran fotógrafo adquieren una dignidad pocas veces vista. Son los libros de Baylón -y los de Garry Winogrand- los que más repaso, los que más recuerdos me traen a la mente cuando salgo de casa. Es tan natural su mirada, tan poco afectada, que algunas fotos de Baylón nos parecen al cabo de un tiempo recuerdos propios, recuerdos de gente que quizá vimos un día yendo al centro de nuestra ciudad o realizando una gestión en cualquier barrio. Baylón no miente con su cámara, no es un artista dotado de un gran ego que elige sujetos para plasmar ideas apriorísticas y no los selecciona para apresar luego en papel fotográfico a personas que sólo serán útiles en su labor como la bandeja de revelado o la ampliadora: la empatía se percibe siempre, el respeto, el acercamiento siempre humano, el deseo de compartir un instante, acaso de ser otro, ese otro que está siendo observado. Ya digo: en la historia del medio hay pocos fotógrafos tan sinceros, tan despiertos para ver lo que hay de humano en la gente a la que retratan. Incluso los animales que aparecen en sus fotografías parecen más reales que los de Elliott Erwitt, están tratados con mayor simpatía, casi con camaradería.
El acierto de la Universidad de Valencia, del Col.legi Major Rector Peset, de juntar en una exposición y en un libro a Baylón y a su amigo -y magnífico fotógrafo también- Bernard Plossu es mayúsculo. Como lo es poner juntas las imágenes de los dos en el catálogo y aclarar sólo al final a quién pertenece cada una - los más avispados lo sabrán antes por el formato, pues Plossu utiliza siempre una cámara de 35 calzada con un 50 mm. y Baylón una Rollei -. La magia evanescente, la poesía cazada al vuelo de Plossu hace buena pareja con la manera directa, sin artificio, de encarar la realidad de Baylón. Plossu es de los pocos fotógrafos que aún pueden conmovernos con una foto de una paloma, con la fachada de un edificio, con la barandilla de una ventana y dos coches juntos en la calle que queda detrás porque tiene el gran don de poder limpiar su mente de recuerdos de fotos que hizo antes y que vio antes, porque sigue siendo un niño que se sorprende ante lo maravilloso cotidiano y lo lleva al interior de su cámara con la pureza del aficionado que empieza, que fotografía para sí, que está impaciente por ver cómo ha quedado todo y sonríe ante la imagen final con la satisfacción de haber visto y haber estado allí antes que con la de ser un gran fotógrafo. Así, Valencia es cotidiana y mágica a la vez en la mirada de Plossu, es una ciudad a la que el espectador desea ir en cuanto pueda.
Baylón se acerca a la gente, se confunde con ella, es uno más en cada espacio y en cada sitio. Sí, de vez en cuando aprieta el obturador de una máquina que le acompaña, pero nunca deja de ser un peatón cuando fotografía a otro peatón, un bebedor cuando fotografía a otro que bebe en un bar. Nunca es un invasor, un agresor que lleva por delante sus cámara, sino un compañero de viaje, un presencia que infunde confianza, como podemos comprobar en las fotos en que los retratados le miran. Y digo retratados porque Baylón, como ya señaló el propio Plossu, es un retratista en marcha, un fotógrafo que prefiere imágenes con una sola persona dentro -en su ambiente, en la calle, de improviso, en su verdad personal e intransferible-, con miradas que lo dicen todo, en posturas que revelan el interior cierto y no de pose del retratado. El hombre con bastón y aspecto de apaleado por la vida, el inmigrante negro con gorra y expresión fija pero no abrumada, la camarera hastiada, la anciana jugadora, el inválido fumador, el pequeño hombre con sombrero no son clichés porque Baylón los contempla y los fotografía sin olvidarse de que cada persona es única, no es un cosa ni ha de cosificársela con el arte de la instántanea. Algo al alcance de muy pocos. Algo que convierte a Baylón en uno de los mejores fotógrafos no sólo de nuestro país, sino de nuestro tiempo.

(Con un saludo para Ana Bonmatí)

Fotos: Luis Baylón y Bernard Plossu

01 enero 2009

Gabriel Cualladó


En la obra de Gabriel Cualladó no hay prisas, no hay deseos de competir, no hay ganas de demostrar nada; acaso sólo el interés por mirar y comprender. Pocas veces la fotografía ha estado tan cerca de los sentimientos, incluso podría decirse que de la pureza. Pureza en todos los sentidos: puro arte, pura imagen, pura hondura existencial, puro deseo blanco de acercarnos a seres como nosotros, que nos miran y nos hablan de su verdad humana con los ojos, la frente, el pelo, la postura del cuerpo y la posición de las manos y de las piernas. Cualladó retrató a personas cercanas en el entorno en que se movían habitualmente, las adornó con luz, las situó donde podían decir mucho acariciadas por su blanco y negro ejemplar e impresionante, de maestro que talla, que esculpe, que modela sin alterar jamás al modelo, sin reducirlo a verdad fotográfica, a ser atrapado en dos dimensiones y preso en el reino del arte. No hace falta saber de fotografía para emocionarse viendo a los niños, a las ancianas, a los trabajadores que llamaron la atención del hombre y el fotógrafo que era Gabriel Cualladó.

Se llamaba a sí mismo "fotógrafo amateur", incluso tenía una tarjeta con su nombre y con esa denominación. Por supuesto que había humor en ese apelativo, pero también había un derroche de sinceridad, una declaración de intenciones: nunca fue Cualladó un profesional de la imagen, nunca disparó ráfagas con una cámara, nunca dio un paso sino para acercarse despacio a quien quería fotografiar y ponerlo a nuestro lado, el del espectador. En un mundo en el que sobran profesionales ahogados en la rutina y en la repetición, en el conformismo y el adocenamiento, siguendo a ciegas la voz de su amo, Cualladó dejó un mensaje diferente, una apuesta por otra manera de hacer las cosas, una lección de amor a un arte que nunca vulgarizó y al que amó tanto que nunca quiso convertirlo en obligación ni en el medio para ganar dinero. Ah, dichosos los que aman y no esperan más que la perpetuidad de su amor.

El reportaje que realizó en París en 1962 es uno de los mejores que yo he visto. Allí están, a su lado, susurrándole al oído, Eugene Smith y Walker Evans, por supuesto, es algo innegable y que no negó Cualladó, que positivaba como Smith -mucho contraste, luces como gasas que aclaran-y miraba a ratos como Evans -documental e icónico a la vez-. Y está la delicadeza, el respeto por las personas, la atención al detalle cuajado de poesía y de misterio -la paloma en la Rue de la Paix-, la esencialidad y el deslumbramiento del encuadre amplio que deja entrar a más de un viandante y recoge en una sola imagen cuatro o cinco historias que se están desarrollando a un mismo tiempo y que coexisten en el espacio y se comunican y sólo la cámara y su ojo atento podían ver -Place de Tertre -. También en la Plaza Mayor de Madrid, en el Rastro, Cualladó estuvo y se trajo imágenes esenciales, magníficamente compuestas y editadas, demostrando que no era solamente un autor de retratos quietos, abriendo caminos que otros seguirán cuando salgan a la calle con una cámara y con la intención de unir lentes y vidas.

Gabriel Cualladó es también una de las cimas de la fotografía en blanco y negro, un maestro para los que no quieren ver la vida sólo en color, para los que optan por ver el arte no como un sustituto de la realidad, como un pálido reflejo, sino como una interpretación, una opinión, una balsa de ideas en la que nadan los grises neutros, los negros elusivos y los blancos resaltadores. En las fotos de Cualladó, tan atemporales y realistas, nada se reduce, nada se disfraza. Nunca el amor por los semejantes, siendo puro, sirve para mentir. Sirve para saber más de cada retratado y, por añadidura, de todos y cada uno de nosotros.


Texto recomendado: "El hombre y el cuadro", en el blog de Marcela