30 abril 2010

William Faulkner: Santuario (2). Muerto sin apellido.

Es absolutamente magistral cómo narra Faulkner las horas que pasa Temple, la chica delgada, atractiva y débil a la que ha llevado a la casa en el campo el bebedor Gowan Stevens, horas de acecho de los hombres que quieren algo que todos imaginamos. Consigue pasar indemne una noche, y pasa miedo mirando a una rata que también la acecha, que chilla ante ella también acosándola. No la daña la rata, pero lo inevitable siempre llega, y Popeye, uno de esos hombres, le dispara al único que se ha dignado a protegerla y lo mata con una pequeña pistola que siempre lleva en el bolsillo de su chaqueta. El estilo único, lleno de aciertos y de concreción pese a lo que pueda parecer en la superficie de Faulkner brilla con toda su fuerza en el siguiente párrafo:

Un corrillo permaneció todo el día a la puerta de la sala del empresario de pompas fúnebres; muchachos y jóvenes con libros de texto o sin ellos se inclinaban con narices achatadas contra el cristal; los más audaces y los jóvenes de la ciudad entraban por parejas o en grupos de a tres a ver al hombre llamado Tommy. Éste yacía sobre una mesa de madera, descalzo, los cabellos blanqueados por el sol, apelmazados de sangre reseca en la parte posterior de su cabeza y cubiertos de polvo, mientras que el forense se sentaba junto a él tratando de averiguar su apellido. Pero nadie lo sabía, ni aun los que le habían conocido durante quince años por el campo, ni los comerciantes que le habían visto con frecuencia los sábados en la ciudad, descalzo, sin sombrero, con su mirada extática y vacía y su mejilla hundida inocentemente por el esfuerzo que ponía en pronunciar un término difícil."

No sobra nada, no hay nada excesivo, es prosa de la máxima calidad, escrita con la máxima sensibilidad, con la descripción justa y necesaria. La de un escritor que visualiza y transcribe como si fuera absolutamente real todo lo que luego podemos leer en sus libros.