En la obra de Gabriel Cualladó no hay prisas, no hay deseos de competir, no hay ganas de demostrar nada; acaso sólo el interés por mirar y comprender. Pocas veces la fotografía ha estado tan cerca de los sentimientos, incluso podría decirse que de la pureza. Pureza en todos los sentidos: puro arte, pura imagen, pura hondura existencial, puro deseo blanco de acercarnos a seres como nosotros, que nos miran y nos hablan de su verdad humana con los ojos, la frente, el pelo, la postura del cuerpo y la posición de las manos y de las piernas. Cualladó retrató a personas cercanas en el entorno en que se movían habitualmente, las adornó con luz, las situó donde podían decir mucho acariciadas por su blanco y negro ejemplar e impresionante, de maestro que talla, que esculpe, que modela sin alterar jamás al modelo, sin reducirlo a verdad fotográfica, a ser atrapado en dos dimensiones y preso en el reino del arte. No hace falta saber de fotografía para emocionarse viendo a los niños, a las ancianas, a los trabajadores que llamaron la atención del hombre y el fotógrafo que era Gabriel Cualladó.
Se llamaba a sí mismo "fotógrafo amateur", incluso tenía una tarjeta con su nombre y con esa denominación. Por supuesto que había humor en ese apelativo, pero también había un derroche de sinceridad, una declaración de intenciones: nunca fue Cualladó un profesional de la imagen, nunca disparó ráfagas con una cámara, nunca dio un paso sino para acercarse despacio a quien quería fotografiar y ponerlo a nuestro lado, el del espectador. En un mundo en el que sobran profesionales ahogados en la rutina y en la repetición, en el conformismo y el adocenamiento, siguendo a ciegas la voz de su amo, Cualladó dejó un mensaje diferente, una apuesta por otra manera de hacer las cosas, una lección de amor a un arte que nunca vulgarizó y al que amó tanto que nunca quiso convertirlo en obligación ni en el medio para ganar dinero. Ah, dichosos los que aman y no esperan más que la perpetuidad de su amor.
El reportaje que realizó en París en 1962 es uno de los mejores que yo he visto. Allí están, a su lado, susurrándole al oído, Eugene Smith y Walker Evans, por supuesto, es algo innegable y que no negó Cualladó, que positivaba como Smith -mucho contraste, luces como gasas que aclaran-y miraba a ratos como Evans -documental e icónico a la vez-. Y está la delicadeza, el respeto por las personas, la atención al detalle cuajado de poesía y de misterio -la paloma en la Rue de la Paix-, la esencialidad y el deslumbramiento del encuadre amplio que deja entrar a más de un viandante y recoge en una sola imagen cuatro o cinco historias que se están desarrollando a un mismo tiempo y que coexisten en el espacio y se comunican y sólo la cámara y su ojo atento podían ver -Place de Tertre -. También en la Plaza Mayor de Madrid, en el Rastro, Cualladó estuvo y se trajo imágenes esenciales, magníficamente compuestas y editadas, demostrando que no era solamente un autor de retratos quietos, abriendo caminos que otros seguirán cuando salgan a la calle con una cámara y con la intención de unir lentes y vidas.
Gabriel Cualladó es también una de las cimas de la fotografía en blanco y negro, un maestro para los que no quieren ver la vida sólo en color, para los que optan por ver el arte no como un sustituto de la realidad, como un pálido reflejo, sino como una interpretación, una opinión, una balsa de ideas en la que nadan los grises neutros, los negros elusivos y los blancos resaltadores. En las fotos de Cualladó, tan atemporales y realistas, nada se reduce, nada se disfraza. Nunca el amor por los semejantes, siendo puro, sirve para mentir. Sirve para saber más de cada retratado y, por añadidura, de todos y cada uno de nosotros.
Texto recomendado: "El hombre y el cuadro", en el blog de Marcela