Una familia en la que parece que está todo dicho, todos los roles asumidos, se reúne en el entierro de uno de sus integrantes, el abuelo. Los hermanos, las mujeres de estos, los nietos. La película nos lleva de la mano de una de las nietas, que vive en Toulouse y ha viajado a Barcelona para darle el adiós final al ser querido. No hay llantos, no hay apenas emociones. Todo aparece como perfectamente sabido, asimilado, como si la vida y su ceremonias no fueran más que otro ladrillo en el muro de la indiferencia y la indolencia comunitarias. Poco se hablan entre sí los personajes, poco se comunican: más bien se evitan y permanecen unos junto a otros respetando el azar de haber crecido juntos. No nos extraña así ver a varios personajes jóvenes en una fiesta privada tras visitar al abuelo en el tanatorio, que la hija del finado no aparezca hasta la misa, que el secreto de la separación de una pareja sea revelado en el almuerzo final, donde todos están replegados y como ausentes, centrados todos en sus vivencias íntimas: y no crea demasiada sorpresa, más bien es otra piedra para la indiferencia.
La película tiene un ritmo realista, está llena de sobrentendidos, apuesta por el menos es más y vence en todas las líneas, dejando de paso la sensación de que el cine español puede ser y es riguroso, necesario y grande cuando se manejan con acierto los materiales y se cuenta con actores de la talla de Eduard Fernández, quizá el mejor intérprete de su generación. Esta meditación sobre la familia deja un poso amargo y mil ideas en la cabeza para meditar sobre la institución y sobre los seres más cercanos a nosotros mismos. Es una película imprescindible, honesta e inolvidable.