25 julio 2007

Lee Friedlander


No se puede fingir que somos los mismos, que sentimos lo mismo, que nada cambia. Si el tiempo pasa, si el tiempo nos deja atrás según vamos cumpliendo años, tenemos que evaluar y ser sinceros y decir que no somos los mismos, que no sentimos lo mismo, que necesitamos mirar con otros ojos. Pocos artistas contemporáneos han sido tan sinceros como Lee Friedlander. Mientras la mayoría mantiene una idea romántica del arte, mientras el resto utiliza la cámara cogiéndola con la punta de los dedos, ahítos de desprecio, ya que aunque triunfen con la fotografía siempre la verán como un arte menor "del que se valen" para plasmar sus creaciones, Friedlander observó la realidad y la fotografió con unos ojos que eran enteramente de su época, que supieron ver lo que había delante de ellos. El mundo cambia tras la segunda guerra mundial, en los cincuenta viene Robert Frank a tomar nota de lo que se está cociendo y en los sesenta son Friedlander y su amigo Garry Winogrand los que levantan acta. Friedlander fotografía sin apartar objetos, confunde al espectador que va a las exposiciones como si corriera una maratón con sombras y ángulos inéditos, mira y capta el vacío de las calles construidas por hombres que se marchan y sólo dejan tras de sí objetos sin alma. Friedlander fotografía habitaciones en las que hay un televisor encendido con una cara, con unos ojos que parece que están pidiendo ayuda: metáfora impecable de la soledad y la incomunicación de nuestro mundo actual. Y cuando hace retratos elige el formato horizontal, el de la mirada humana, y nos acerca a seres que parecen intensamente reales porque no se les ha manipulado desde detrás de la lente ni en el cuarto oscuro. Es Lee Friedlander uno de los mejores creadores, fotógrafos, artistas del siglo XX porque habló con un lenguaje propio, porque vio lo que otros desdeñaron, porque nos deja un legado de imágenes absolutamente necesarias para saber más sobre quiénes somos y qué hacemos y por qué nos empeñamos en ser menos y dar menos de lo que podríamos dar, en no compartir prácticamente nada, hasta ser como uno de esos paisajes urbanos a los que les falta vida porque todo es frío, seco, hijo del metal y del silencio estéril. Friedlander es un fotógrafo existencialista, duro, inmisericorde hasta consigo mismo-sus autorretratos se ven tragando mucha saliva-, alguien que sufre viendo, fotografiando, y quiere que reaccionemos.