Parece que la música cae dentro de ti y luego crece, como una enredadera, y sube hasta tu garganta y hasta tu boca, te deja los ojos vacíos porque miras sin ver y acaso resulte que estás mirando más allá, que estás viendo algo que sólo está dentro de ti o demasiado lejos de tu cuerpo, de tu alcance. Suena "Fratres", de Arvo Pärt. El cello avanza rozando, se enroca en su sonido pero se despereza cuando aparece el piano contundente, que lo anima al diálogo y a llamarnos, a concitarnos en un lugar que nos aleja de todo durante casi doce minutos. Uno está transido, puede ver a los que se fueron de este mundo -ahí, tan cerca, tan reales, tan al alcance de la mano, aunque ¿cuál es tu mano, qué es una mano?-, puede imaginarse otro y deambular por espacios que no le pertenecen a nadie, que no tienen precio ni están expuestos a que nadie los valore y luego engañe vendiéndolos. Cada vez que el piano percute, la llamada se hace más honda, el sosiego más duradero, y acudimos prestos otra vez. Rápido, rápido el cello, que dialoga pero quiere mostrar otras opiniones, otras ideas. No se contenta el piano: es una campana, un gong que revoca los plazos y acorta los márgenes. Una llamada a la confesión, a mirarnos en el rostro de Dios. Probablemente, cuando la música acabe nos sentiremos de nuevo los mismos pero a la vez otros muy diferentes. Nos sentiremos solos pero hermanos.
A vueltas con el manga
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Ya hemos dedicado varias columnas de prensa al manga: por ejemplo, esta.
Hoy volvemos a hablar del cómic japonés con motivo de la recuperación del
ensay...
Hace 13 horas