
Echo a faltar en los retratistas actuales la valentía y la imaginación de Pomés. Sus retratos de Cortázar (esas manos en primer plano que denotan la grandeza física y artística del gran escritor argentino), de García Márquez (medio rostro en la oscuridad, contra el fondo de una pared cruda, como si se le juzgara), de Marisa Paredes (de perfil, mirando al suelo, las manos en el pecho mientras parece apartar la ropa), de Tàpies (con una pared a su espalda que sí habla del retratado, que no está elegida al azar sino que parece el marco más adecuado para el pintor que acaso habría podido crear en un óleo algo parecido a esa pared), de Alejandro Sanz (con ojos de pillo, con media sonrisa de conquistador pero puesto a la vez en su sitio, desnudado detrás de la pose ya que Pomés le obliga a girarse y a forzar la conquista del espectador) son magníficos, originales, de maestro. De una altura que nada tiene que envidiarle a la conseguida por los grandes del medio, o sea, Avedon, Cartier-Brersson, Arnold Newman.
Las fotos de calle son admirables también: a medio camino entre el reportaje más clásico y la visión antropológica, descriptiva de la vida en un tiempo y una ciudad (Barcelona), nos acercan a la gente de los años 50 y 60 con una naturalidad y una sabia medida en la distancia (nunca se hurta el fondo, la situación en que son retratados los habitantes de la calle, los niños que leen tebeos) que no es fácil conseguir.
También las fotos de objetos de la calle, de muros, de posters, estas cosas encontradas al azar y con presencia surrealista o abstracta me resultan más auténticas que las de muchos de sus contemporáneos, hechizados y tontamente encandilados algunos por el pop-art y por la borrachera de color que señalaba Miserachs y que sólo lograba convertir sus fotos en colorines y rayajos exportables únicamente a las salas de arte en las que el precio ciega el contenido de las obras. Pomés nunca abandona el blanco y negro y nunca se adentra en zonas etéreas. Todo es firme, real en sus fotografías, hasta lo abstracto. Un lección perfecta.
Foto: Leopoldo Pomés