22 abril 2010

William Faulkner: Santuario (1). Epifanía.

La fuerza de la prosa de Faulkner es algo que no voy yo a descubrir a estas alturas: hay narración pero también, en ciertas frases y en muchos pasajes, una acentuación que rebasa lo puramente narrativo y es como si las páginas del gran autor estadounidense se llenaran de epifanías. Vemos cosas que están y no están en las palabras elegidas, en las imágenes propuestas, y que necesitan para ser completas la experiencia del lector -lógicamente- e igualmente una disposición especial, una apertura de mente que en ocasiones aleja a algunos de unas obras singulares, irrepetibles. Faulkner no es que exija esfuerzo, sino que pide concentración, abandono, deseo de asombro y descubrimiento. "Santuario" es un libro en el que lo esperable no sucede, lo sabido no destella, lo inevitable se escapa entre las manos y entre los ojos. Pocas veces encontrarnos unas escenas tan intensas, profundas, llenas de honda literatura-sea esto lo que sea: epifanías-. Hay una escena al principio, cuando un hombre, Gowan Stevens, que busca emborracharse por tercera vez en el mismo día, lleva a una casa perdida en el campo a su amiga Temple y y la deja sola mientras trata de conseguir el licor: estupefacta, atemorizada y dolorida tras un accidente con el coche que conducía Stevens, ella está en la casa extraña y la embargan sensaciones que Faulkner describe con imágenes inesperadas, epifánicas: "En el pasillo se había hecho todavía más oscuro. Ella se quedó sobre la punta de los pies, escuchando, pensando: tengo hambre, no he comido nada en todo el día. Pensando en la escuela, las ventanas encendidas, las lentas parejas marchando hacia el sonido del timbre de la cena; y en su padre, sentado en el portal de la casa, con los pies en la barandilla, mirando al negro que se halla cortando el césped." Allí está ella, llena de temor, pero a su cabeza lo que viene es la imagen reposada de su padre, y sabemos que es algo deliberado, que Faulkner da una pista, muestra indicios, narra sabiendo muy bien lo que se hace. El lector apresurado, el lector perezoso no ve nada más, se salta estos pasajes y corre detrás de la acción, de lo que lo va a emocionar con imágenes claras, contundentes, fáciles de ver. Quizás haya que esperar a la relectura, o aflojar el ritmo: entonces la novela es como un pastel de mil sabores, sorprendentes todos, bien engarzados y disueltos, un goce para los sentidos.