15 septiembre 2008

Henri Cartier-Bresson


Cartier-Bresson era más, mucho más que el instante decisivo, concepto venerado, denostado y mal interpretado, ya que muchos creen que en vez de fotógrafo el gran artista francés era un prestidigitador. Ni mucho menos. El instante decisivo es la ordenación, la conjunción, la oportunidad, pero también el deseo, la paciencia, el entendimiento, la comprensión y la ética. Claro que hay fotos en que parece un milagro que todo esté en su sitio, que case esto con aquello, que haya tanta expresividad en una imagen bidimensional. Pero es que Cartier-Bresson miraba con inteligencia, sentía con el corázon y y actuaba con una máquina cómplice, también dotada de inteligencia, preparada para secundar, acompañar, obedecer y también a veces para pensar por sí misma, decidir por sí misma. No es ninguna tontería lo que digo: todos los grandes fotógrafos saben que sin la fidelidad de su máquina nada hay que hacer, el azar no se presenta, el deseo se amortigua, los reflejos se cargan de arena y barro y el pulso falla, el disparador no responde, el encuadre se va al garete. Un fotógrafo y su cámara -al menos en el caso de los grandes maestros -son como el hombre montado a caballo que a los profanos les parece que es un unicornio.
Pero Cartier-Bresson es mucho más que el instante decisivo, muchísimo más. No tensaba sólo la cuerda cuando iba de paso, cuando corría y apuntaba y disparaba y desaparecía como un fantasma. Cartier-Bresson era un fotógrafo humanista, que componía como pocos -quiso ser pintor, lo fue, además de fotógrafo, y de ahí le viene la inteligencia en la selección y la ordenación de los materiales -, interesado en los juegos de los niños sevillanos en la calle, en la pobreza de los desposeídos de Nueva York, en la soledad de los asiduos de los parques que vagan por la ciudad con penas e historias sin contar a la espalda, en la manera de vivir y sufrir de los pobres de la India -qué magnífica imagen la de ese niño en brazos de su madre delante de un viejo carro con una rueda enorme, tan moderna, tan actual -, en la política inglesa y sus manifestaciones callejeras, en los paisajes minimalistas que son paisajes y a la vez manifestaciones objetuales del alma de los hombres o del propio Creador, en la sensualidad pública y privada, en retratar a hombres famosos con una libertad y una subjetividad ejemplares que nos permiten verlos y saber de ellos merced a una sola imagen -la foto de los Curie es un ejemplo inolvidable.- Y no se valió de la prestidigitación para hacer la mayor parte de sus mejores fotografías, no fue un cazador que llega, dispara y huye aferrado a su Leica. Lo que ocurre es que la timidez y el deseo de objetividad, proclives a la ajena interpretación de distanciamiento y frialdad, hace que se confundan los conceptos, que se catalogue con demasiada premura, que se encasille y se yerre, por tanto. En el libro de Photo Poche, editado en 1982, está la mayor parte de las imágenes que menciono, y la prueba de que Cartier-Bresson era un genio por su manera de mirar, por su humanidad, por la limpieza compositiva, y el instante decisivo es sólo una anécdota pasada y en la que insisten los cómodos y los que quieren enmarañar y subir a Bernard Plossu, a Robert Frank negando a Cartier-Bresson, como si en el arte no hubiera lugar para el blanco, el negro y el color.
Leí hace unos días un equivocado artículo de El País , plagado de lugares comunes, de golpes de efecto, desmotivador y apocalíptico que en nada tiene que ver con la realidad de nuestro rico momento creativo, en el que lo digital es un arma más tan sólo, no un exterminador que viene a acabar con el presente y el futuro del medio. Autores como Félix Curto siguen fotografiando con tomas directas y sin reencuadres posteriores en la mesa, Carlos Pérez Siquier publica más libros y su maestría en el color y el acercamiento al sujeto se acrecienta y genera epígonos y alumnos por doquier, imaginativos e inconformistas desconocidos -por el momento - ofrecen a visitantes de todo el mundo fotos destacables y de gran calidad técnica y humana en sus webs y sus fotoblogs y el mundo no se para, los reporteros existen y la verdad no ha desaparecido porque no se utilice película química. Hoy, Cartier-Bresson, con veinte años, se compraría una cámara digital, saldría a la calle en busca de personas, situaciones y luces y sombras y volvería a su casa con algunas imágenes válidas para saber más de nuestros congéneres, sus miedos, sus dudas, sus sobresaltos y sus vacilaciones y sus penas y sus alegrías. Editaría ante un monitor y en sus fotos habría tanta verdad como en las que se hicieron hace 50 ó 60 años -tiempos en que ya existía el fotomontaje, en que el mejor fotógrafo de la historia, Eugene Smith, comprometido hasta arriesgar la estabilidad emocional y la integridad física moviéndose en pos de las verdades en las que creía, unía dos negativos para crear una sola imagen que contaba mejor lo que había visto en un momento concreto y que no había podido capturar en un solo fotograma -, porque no miente la máquina, miente el hombre que quiere mentir. Y ése no fue nunca el caso del gran Henri Cartier-Bresson.