El primer relato del libro, "El Ojo Silva", es acaso una perfecta síntesis de lo que fue Roberto Bolaño, de dónde vino y también a dónde se dirigía. Porque la influencia del gran Julio Cortázar es evidente en esta historia que nos remite a algún cuento del escritor argentino y a la manera en que Cortázar encaraba sus relatos, llenos de cosas de este lado y del otro, de lo visible y de lo invisible, con destellos y fogonazos de literatura fantástica y deslumbrantes encuentros con la mejor narrativa realista. Hay un deseo de absoluto en ambos, una mirada deseperanzada y llena de vida a la vez, una necesidad de comunicación y de comunión con los semejantes que arrastra, que no deja jamás indiferente. Hay también un asomo a cierto abismo de la fábula que en los dos escritores es un riesgo mayor y asumido, que puede subyugar de entrada o alejar de forma permanente al lector que no se siente concernido. Y también veo en Bolaño una libertad en la escritura que lo hace diferente -como a Cortázar su período largo, lleno de meandros y de voces concatenadas-, un dominio sensacional de la frase corta alternada con una frase larga nunca detentadora de estilo, nunca exhibidora de estilo, que me parece muy destacable y singular, pues hace que el texto respire sinceridad y se sitúe en un espacio exacto entre lo puramente literario (ficción) y lo enteramente creíble (más que ficción). El relato, con algunos defectos que lastran la credibilidad de su desarrollo al final y lo insertan con demasiada fuerza en la fábula, es hijo de un autor con un mundo al que se hace necesario volver.
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