
Lectura recomendada: el blog "El mundo del seguro"
Y no venderá su alma ni trocará su libertad moral por la comodidad (Fiódor M. Dostoievski)







Cuando el arte me ciega, me aturulla, me aleja de la realidad, oigo siempre una voz que me dice: La comida lleva ya un rato puesta en la mesa, hoy también te la comerás fría.
Uno somos todos. Qué gracia les hace eso a los banqueros.
Los banqueros saben qué es la miseria y la pobreza, la usura y el dolor. Lo ven en televisores de 42 pulgadas, alta definición.
Nuestra sociedad va en continua huida hacia adelante, hasta despeñarse. Nadie está dispuesto a renunciar a nada si puede pagarlo.
Texto recomendado: No hay cucos en Nueva york, en el blog de Mart



 Ahora que las empresas despiden a muchos trabajadores amparándose en los malos tiempos, en esa crisis mundial que nos echa el aliento en el cogote como un perro rabioso, mi amigo Luis Castillo me dice que ya está muy claro que han triunfado de nuevo los fascismos, los de nuevo cuño pero tan largamente conocidos a la vez, los que tienen mimbres del pasado pero son fascismos de ahora mismo, fascismos futuristas, como decía un personaje fascista creado por Fernando Savater en su novela "Caronte aguarda", que es una de las preferidas de mi amigo. Luis dice que en una sociedad en la que los bancos proclaman que han ganado más dinero este año que el pasado -uno español lo hizo público anteayer- y no se sienten culpables ni piden perdón por quedarse con lo que no es suyo -un banco no produce nada, dice Luis- sino que encima lo publicitan y se ufanan de ello; en una sociedad que aún pierde el tiempo revisando el pasado falsamente comunista de la antigua URSS -¿por qué se empeñan en llamarlo comunismo cuando no había de común más que el miedo y el secreto?-, que tiene a escritores empeñados en defender la libertad por encima de todo y comulgan luego con los excesos de un capitalismo homicida; en una sociedad jerárquica, donde triunfa el enchufismo, el miedo al otro inculcado por el fascismo latente y viviente que corre por las calles disfrazado de desconfianza pero que está hondamente metido en las almas de los que consiguen algo y tienen miedo de que los pobres, los desposeídos, los que vienen de fuera -extranjeros- les roben "lo poco" que tienen; en una sociedad occidental donde el tanto tienes tanto vales es más fuerte y más imborrable que nunca; en una sociedad desarmada y contentada con más fútbol y algo de pan, cervecitas y algún viajecito en el coche de papá; en una sociedad que se acomoda y deja que la gobierne el fascismo real y hábilmente disfrazado de democracia consultiva pero incapaz de haber dado un solo paso adelante en conseguir la igualdad y la fraternidad anheladas; en una sociedad de este tipo, dice mi amigo Luis Castillo, sólo cabe pensar que el fascismo futurista ha triunfado de pleno y dejando de lado las minucias se ha concentrado en mantener el poder en manos de los poderosos -esas oligarquías llamadas multinacionales-, en aislar y blindar las opciones de cambio profundo y auténtico y en arraigar cada vez más en lo profundo la jerarquía y la desconfianza hacia el vecino, en marcarlo todo con un precio y en separarnos de lo que en verdad nos define como humanos -la amistad, el amor, la compañía, el ocio, la cultura, el inconformismo- y en amedrentarnos, ponernos ante los ojos todos los desastres posibles -en los telediarios, chorreantes de sangre y de noticias largadas en serie, sin espacio para la reflexión-.  En una sociedad como ésta, piensa mi amigo Luis Castillo, sólo queda empezar a plantearnos la vida desde el final, como si hubiéramos muerto y tuviéramos que analizar cómo fue nuestra existencia para quizá empezar a reaccionar o al menos a darnos cuenta de cómo hemos parido una ideología que nos alimenta y a la que no parece que vayamos a renunciar, ese fascismo futurista que nosotros creamos y del que, paradójicamente, somos ahora sus hijos muertos.
Ahora que las empresas despiden a muchos trabajadores amparándose en los malos tiempos, en esa crisis mundial que nos echa el aliento en el cogote como un perro rabioso, mi amigo Luis Castillo me dice que ya está muy claro que han triunfado de nuevo los fascismos, los de nuevo cuño pero tan largamente conocidos a la vez, los que tienen mimbres del pasado pero son fascismos de ahora mismo, fascismos futuristas, como decía un personaje fascista creado por Fernando Savater en su novela "Caronte aguarda", que es una de las preferidas de mi amigo. Luis dice que en una sociedad en la que los bancos proclaman que han ganado más dinero este año que el pasado -uno español lo hizo público anteayer- y no se sienten culpables ni piden perdón por quedarse con lo que no es suyo -un banco no produce nada, dice Luis- sino que encima lo publicitan y se ufanan de ello; en una sociedad que aún pierde el tiempo revisando el pasado falsamente comunista de la antigua URSS -¿por qué se empeñan en llamarlo comunismo cuando no había de común más que el miedo y el secreto?-, que tiene a escritores empeñados en defender la libertad por encima de todo y comulgan luego con los excesos de un capitalismo homicida; en una sociedad jerárquica, donde triunfa el enchufismo, el miedo al otro inculcado por el fascismo latente y viviente que corre por las calles disfrazado de desconfianza pero que está hondamente metido en las almas de los que consiguen algo y tienen miedo de que los pobres, los desposeídos, los que vienen de fuera -extranjeros- les roben "lo poco" que tienen; en una sociedad occidental donde el tanto tienes tanto vales es más fuerte y más imborrable que nunca; en una sociedad desarmada y contentada con más fútbol y algo de pan, cervecitas y algún viajecito en el coche de papá; en una sociedad que se acomoda y deja que la gobierne el fascismo real y hábilmente disfrazado de democracia consultiva pero incapaz de haber dado un solo paso adelante en conseguir la igualdad y la fraternidad anheladas; en una sociedad de este tipo, dice mi amigo Luis Castillo, sólo cabe pensar que el fascismo futurista ha triunfado de pleno y dejando de lado las minucias se ha concentrado en mantener el poder en manos de los poderosos -esas oligarquías llamadas multinacionales-, en aislar y blindar las opciones de cambio profundo y auténtico y en arraigar cada vez más en lo profundo la jerarquía y la desconfianza hacia el vecino, en marcarlo todo con un precio y en separarnos de lo que en verdad nos define como humanos -la amistad, el amor, la compañía, el ocio, la cultura, el inconformismo- y en amedrentarnos, ponernos ante los ojos todos los desastres posibles -en los telediarios, chorreantes de sangre y de noticias largadas en serie, sin espacio para la reflexión-.  En una sociedad como ésta, piensa mi amigo Luis Castillo, sólo queda empezar a plantearnos la vida desde el final, como si hubiéramos muerto y tuviéramos que analizar cómo fue nuestra existencia para quizá empezar a reaccionar o al menos a darnos cuenta de cómo hemos parido una ideología que nos alimenta y a la que no parece que vayamos a renunciar, ese fascismo futurista que nosotros creamos y del que, paradójicamente, somos ahora sus hijos muertos.




 Me dice mi amigo Luis Castillo que siente vergüenza ajena al leer los datos que estos días hacen públicos algunos bancos, proclamando sus beneficios millonarios mientras los que les llevan el dinero están cada vez más endeudados y fastidiados. ¿Por qué no son solidarios y bajan las comisiones?, se pregunta Luis, si tienen tantos beneficios no debería importarles. Y además, ¿quién se queda con todo ese dinero que ganan? Va a las manos de unos pocos tipos que viven en la gloria mientras el resto tiene que atarse los machos y sufrir para seguir tirando. Es absolutamente inmoral, sentencia Luis, y a esto hemos llegado porque quienes de verdad mandan en el mundo son los banqueros. No somos ciudadanos, somos clientes. Quien no quiera verlo, allá con su miopía.
Me dice mi amigo Luis Castillo que siente vergüenza ajena al leer los datos que estos días hacen públicos algunos bancos, proclamando sus beneficios millonarios mientras los que les llevan el dinero están cada vez más endeudados y fastidiados. ¿Por qué no son solidarios y bajan las comisiones?, se pregunta Luis, si tienen tantos beneficios no debería importarles. Y además, ¿quién se queda con todo ese dinero que ganan? Va a las manos de unos pocos tipos que viven en la gloria mientras el resto tiene que atarse los machos y sufrir para seguir tirando. Es absolutamente inmoral, sentencia Luis, y a esto hemos llegado porque quienes de verdad mandan en el mundo son los banqueros. No somos ciudadanos, somos clientes. Quien no quiera verlo, allá con su miopía.







Leyendo el prólogo que escribió André Malraux para la novela "Diario de un cura rural", de Georges Bernanos, absolutamente sobresaliente, me da por pensar que nuestra actual literatura está invadida de caracteres y huérfana de auténticos personajes, de personajes inolvidables, de personajes que calen hondo en nuestras mentes hasta el punto de hacernos olvidar que son creaciones literarias para pasar a ese estadio maravilloso de seres con vida propia, no importa de qué carne o papel provengan - ni de qué pantalla-. Señalaba ayer en  una entrevista en el diario Público el escritor argentino Ricardo Piglia que la novela no desaparecerá mientras existan personajes, mientras se creen personajes bien trazados y bien desarrollados. Lo comparto. Abundan los caracteres -sujetos a una pasión, una obsesión, una idea conductora -pero escasean los personajes, esos seres ficticios y absolutamente necesarios que se sumergen en acciones inesperadas, que exploran en el fondo de sus almas, que se sorprenden y nos sorprenden con sus excursiones a lugares de su personalidad -de su alma- de los que no vuelven igual que cuando partieron. Estamos rodeados de caracteres -en la novela negra, la mala novela negra, surgen como setas- que se mueven férreamente manejados por las manos de sus conformistas creadores y que hacen viajes inútiles de los que regresan como si no hubieran salido de sus propias casas - de sus propias almas-. Si echamos de menos a Dostoievski, a Balzac, a Flaubert, al Raymond Chandler de "El largo adiós" no es porque seamos unos nostálgicos irredentos, porque nos hayamos quedado anclados en un pasado glorioso y muerto. Los echamos de menos porque crearon personajes -esos tipos imprevisibles, osados, indagadores de la cuestión humana- , porque no se contentaron con legarnos simples caracteres. Los echamos de menos, los necesitamos porque la literatura con ellos nos acercó a la esencia, a lo que nunca dejaremos de necesitar: al otro, al semejante. Somos seres sociales por naturaleza, somos fragmentos ambulantes que siempre andamos buscando complementos y luces de los que no pueden proveernos nuestra razón y nuestras creencias. Somos seres incompletos. Necesitamos personajes, necesitamos al otro. Necesitamos el diálogo con unas constantes -tan ciertas como las vitales - que nos definen como seres humanos y que se expresan en ocasiones mediante la ficción de forma más concreta y útil que en la engañosa realidad. Gracias a la novela -las grandes novelas que nos despiertan- continuará existiendo el diálogo con esas constantes, con la esencia, con lo que definimos como humano.






 No es un compositor, pero sin duda a este inigualable intérprete -el que más grabaciones de referencia tiene de todos los músicos vivos- le debo haber descubierto la música clásica y a muchos compositores, incluso a otros artistas. Yo escuchaba a Leño, a Dire Straits, a Pink Floyd, a Carlos Cano. En mi casa nunca había entrado ningún disco de música clásica. Pero escuchando la radio, sobre todo por la tarde, empecé a oír su nombre en un programa de José Ramón Ripoll. Todas las composiciones que interpretaba al piano aquel tipo llamado Ashkenazy me gustaban. Y les seguí la pista a los autores, profundicé en un tipo de música del que conocía sólo lo más popular. Gracias a Radio Clásica -una emisora que da íntegras las obras, que no tiene publicidad, que es una tierra en la que nunca se pone el sol de la alegría, de la rotundidad, de la viveza, de la vida,  en suma,  que procura el gozo de la música-, a  Ripoll, a Ashkenazy disfruté de las piezas breves de Schumann, de la grandiosidad nunca superficial de Beethoven, del romanticismo de Rachmaninov, de la percusividad de Prokofiev, de la majestuosidad -tan afín a la música de Elmer Bernstein, el compositor de bandas sonoras, aunque por otras vías que se comunican no tan secretamente- del Mussorgski de "Cuadros de una exposición", mi preferida de entre todas las creaciones de la música seria, como la define el gran pianista al que dedico este escrito.
No es un compositor, pero sin duda a este inigualable intérprete -el que más grabaciones de referencia tiene de todos los músicos vivos- le debo haber descubierto la música clásica y a muchos compositores, incluso a otros artistas. Yo escuchaba a Leño, a Dire Straits, a Pink Floyd, a Carlos Cano. En mi casa nunca había entrado ningún disco de música clásica. Pero escuchando la radio, sobre todo por la tarde, empecé a oír su nombre en un programa de José Ramón Ripoll. Todas las composiciones que interpretaba al piano aquel tipo llamado Ashkenazy me gustaban. Y les seguí la pista a los autores, profundicé en un tipo de música del que conocía sólo lo más popular. Gracias a Radio Clásica -una emisora que da íntegras las obras, que no tiene publicidad, que es una tierra en la que nunca se pone el sol de la alegría, de la rotundidad, de la viveza, de la vida,  en suma,  que procura el gozo de la música-, a  Ripoll, a Ashkenazy disfruté de las piezas breves de Schumann, de la grandiosidad nunca superficial de Beethoven, del romanticismo de Rachmaninov, de la percusividad de Prokofiev, de la majestuosidad -tan afín a la música de Elmer Bernstein, el compositor de bandas sonoras, aunque por otras vías que se comunican no tan secretamente- del Mussorgski de "Cuadros de una exposición", mi preferida de entre todas las creaciones de la música seria, como la define el gran pianista al que dedico este escrito. 
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