28 marzo 2008

Mariana


(Para Mariana, allá donde esté)


Te dicen que ha muerto. Tratas de olvidarlo, tratas de llevar la noticia por el camino de los avatares de tu vida cotidiana. Sigues viendo la televisión, modulas tu voz para que no te delate la angustia. Pasas la tarde en la calle, hablas con tu mujer, con tus hermanos, con tus sobrinos, tomas cervezas y procuras que tu mirada no se pierda, que la voz no se ahogue en mitad de una frase. Pero cuando te has bebido seis cervezas, después del chupito de whisky, mientras avanzas por la calle llena de charcos de luz y de sombra a esta hora tardía, piensas en ella, que ocupó una semana de tu vida, que estuvo desnuda y pegada a ti sobre una manta en el salón de tu piso alquilado, en los años en que no eras más que un hombre que empezaba a descubrir el sexo. Ella estuvo a tu lado, debajo de ti, encima de ti, ella te miró moviéndose sobre tu cuerpo, creando olas en tu piel y en tu mente con el vaivén de sus caderas, de su melena y de su piel oscura que se borraba y se hacía definitivamente real ante tus ojos entrecerrados. Fue compañera de una semana, sólo eso. Y ahora que está muerta quieres pensar en ella, sólo en su cara, en su voz, en su manera de apartarse la melena de la cara, de regañarte cada vez que le hacías perder la paciencia. Pero ves su cuerpo desnudo, la sientes durante un instante encima de ti, de tu placer breve, y quieres llorar, te preguntas por qué un cáncer elige a una víctima de apenas cuarenta años, por qué la crueldad, por qué la brevedad, y te acuestas junto a tu mujer y no dejas de recordar y ves el cuerpo desnudo, los ojos y la piel morena y el pelo negro y te dices que el dolor es siempre una mancha que no puede eliminarse, que ya nada puede borrar.


Foto : Willy Ronis