28 agosto 2009

El filo de la navaja, de Edmond Goulding


Espléndida película que gana con los años y que, como toda obra maestra, siempre nos reserva nuevos momentos de arrobamiento y de nueva proximidad a cuestiones humanas que nunca están de más, que nunca es malo visitar, reforzar y reconocer. La historia de ese hombre que se busca a sí mismo y se halla en la bondad no es sino una llamada a la cordura, al encuentro, a atemperar y a entender desde el sosiego y la cordialidad, desde la empatía y la certeza de que nadie es más que nadie. Envuelta en ropajes de tragedia, lánguida y sabiamentemente llevada en su extenso y exacto metraje, es para mí una de las grandes películas que ha dado el medio. Cuenta con actores excepcionalmente preparados para adentrarse en los recovecos de la caracterización de cada personaje, con una cuidadísima puesta en escena que brilla con luz propia gracias a cada detalle ornamental y a cada luz y cada sombra de ese blanco y negro clarificador, rotundamente esencial. Un hombre se busca activamente y los que le rodean se pierden pasivamente, parece ser la conclusión de esta historia de amor inmortal, de amor asesino, de amor nunca correspondido, de amor solidario y de verdadero e inútil amor. Tras la primera guerra mundial, tras el crack del 29, tras la historia y por delante de ella, gracias a un gran escritor -Somerset Maugham-, atisbamos el sentido de unas vidas y el sinsentido de todo lo demás, incluida la propia historia, con sus devenires de comedia bufa y sus tragedias de dura piedra. Asistimos seducidos y con los puños cerrados a lo que sólo el arte puede hacernos sentir que quizá fue verdad.

21 agosto 2009

El triunfo

Hablaba hace poco Daniel Marmolejo en su blog sobre el triunfo. Leí su texto y se me ocurrieron estas cuatro líneas, que son sinceras:

Que le den al triunfo, que nos espere al final del camino, que no interfiera, que siga su vida y no se entrometa. Que se vaya donde otros lo esperan con tanta ansia. Nosotros seguiremos siendo fieles a nosotros mismos.

¿O no?



Foto: AP

06 agosto 2009

Raymond Carver y Juan Carlos Onetti

Hay un relato de Carver que me recuerda intensamente a otros de Onetti, el gran maestro uruguayo. "Vecinos" es su título y está incluido en el libro "Quieres hacer el favor de callarte, ¿por favor". Lo considero inferior a los relatos de Onetti por dos razones. La primera, por supuesto, es el lenguaje. Carver narra en exceso, conduce en exceso a los personajes, todo se basa en movimientos objetivos contados y en frases objetivamente transcritas por el narrador. Hay dos o tres frases que van más allá, que escapan a lo estrictamente narrativo tan sólo. En Onetti la palabra es fundamental, es la creadora de atmósferas, envuelve y adensa, aleja de lo frívolo, lo rápido, hasta de lo común. La segunda razón es la concesión, lo explicativo del texto de Carver que concluye con la pérdida de la llave de la casa de los vecinos y la frustración de los personajes que no pueden entrar de nuevo, en ausencia de aquéllos, a dar rienda suelta a sus fantasías. Carver nos obliga a ver un final en el que se remarca el sentido del relato, como si el lector necesitara una ayuda para acabar de entenderlo, y desgraciadamente el recurso deviene frivolidad, ligereza, acerca el relato a la anécdota, a la sonrisa fácil. En Onetti, por el contrario, nada se cuenta definitivamente, nada se da por hecho de manera absoluta, y es en las zonas de penumbra explicativa en las que ha de moverse el lector, que está forzado a poner algo de su parte, de sus pensamientos, de sus ideas para que el relato concluya y tenga un sentido que supere a lo simplemente narrado. Empatan Carver y Onetti en la creación de atmósferas, en cómo con pocas palabras, con pocas escenas crean un mundo y unos personajes reconocibles, que están muy cerca de la mano del lector, ahí mismo, plenamente creíbles con cuatro trazos y cuatro párrafos.
La literatura tiene en Carver a uno de los grandes escritores de los últimos tiempos, pero tiene en Onetti a un maestro inmortal. Carver rebaja, se conforma, destila. Onetti no corta, no aclara, no se conforma con lo evidente y lo dicho frontalmente. Entrar en sus escritos puede cambiar al lector, que no es sólo espectador ni cómplice sino un actor activo más de las letras y las frases y las escenas y los gritos y los silencios. Leer a Onetti es una experiencia total.