26 febrero 2008

Gonzalo Calcedo Juanes: Temporada de huracanes (2)


También me parece magnífico el segundo relato, "Tres muñecos de nieve", en el que son más evidentes las influencias de la narrativa corta estadounidense pero sin ahogar la creatividad de Calcedo, sin borrar su presencia en el relato, la del autor que mira de una manera muy determinada a sus criaturas, que hace avanzar por una línea que distiende el pasado o lo encoge con una precisión espléndida, que escoge con pleno acierto motivos simbólicos y no los deja fríos en primer plano sino que los mueve con fluidez y dotándolos de una vida que sólo los personajes muy recordables poseen. Todo es sugerido, apuntado, todo está en un plano que obliga a mirar más abajo, a buscar lo escondido, lo no dicho: el estilo de Calcedo es profundamente económico y cristalino, sin falsos juegos y sin retórica vacua, pero también se presta a la frase brillante, enjuiciadora, con valor de diamante. Y al final hay unas palabras de un personaje que caen sin fuego pero queman, según la inteligente manera de contar de Calcedo, que emociona sin cargar las tintas, sin remarcar, buscando la complicidad del lector atento y sensible: habla de que lleva un pañal bajo su disfraz para parecer más gordo, un pañal de adulto, y agrega, medio borracho y desengañado de muchas cosas y ofendido y roto en verdad por dentro pese a sus anteriores palabras agresivas, que el narrador ha hecho más bien como que no oye: "Dios mío, mi pobre madre usó uno de esos al final de sus días. Qué tristeza..."
Calcedo es un escritor al que hay que visitar para saber más de qué están hechas las heridas del alma. Y para leerle, os aconsejo, tomad asiento y dejad una puerta de vuestra alma abierta. No lo leáis sólo con los ojos, ni con la mente. La experiencia será inolvidable.

15 febrero 2008

El país Ashkenazy ( Homenaje al pianista y director Vladimir Ashkenazy)

No es un compositor, pero sin duda a este inigualable intérprete -el que más grabaciones de referencia tiene de todos los músicos vivos- le debo haber descubierto la música clásica y a muchos compositores, incluso a otros artistas. Yo escuchaba a Leño, a Dire Straits, a Pink Floyd, a Carlos Cano. En mi casa nunca había entrado ningún disco de música clásica. Pero escuchando la radio, sobre todo por la tarde, empecé a oír su nombre en un programa de José Ramón Ripoll. Todas las composiciones que interpretaba al piano aquel tipo llamado Ashkenazy me gustaban. Y les seguí la pista a los autores, profundicé en un tipo de música del que conocía sólo lo más popular. Gracias a Radio Clásica -una emisora que da íntegras las obras, que no tiene publicidad, que es una tierra en la que nunca se pone el sol de la alegría, de la rotundidad, de la viveza, de la vida, en suma, que procura el gozo de la música-, a Ripoll, a Ashkenazy disfruté de las piezas breves de Schumann, de la grandiosidad nunca superficial de Beethoven, del romanticismo de Rachmaninov, de la percusividad de Prokofiev, de la majestuosidad -tan afín a la música de Elmer Bernstein, el compositor de bandas sonoras, aunque por otras vías que se comunican no tan secretamente- del Mussorgski de "Cuadros de una exposición", mi preferida de entre todas las creaciones de la música seria, como la define el gran pianista al que dedico este escrito.
Así se me presentan algunas de las mejores sorpresas, así voy dando saltos de una piedra a otra, de una voz a otra: porque puedo decir que, tantos años después, sigo admirando a Ashkenazy, oigo sus discos sinfónicos y les sigo la pista a los intérpretes que trabajan a su lado. Hélène Grimaud es por ahora la última parada, tan satisfactoria y tan plena, con tanto por decir aún. El maestro, entretanto, ha cumplido 70 años. Hace diez o doce yo me lo imaginaba sentado y dudando por primera vez ante el teclado, mirando su manos y sintiendo que la fuerza, la bravura y la delicadeza las habían abandonado. Temía saber que no tocaría más, que habría llegado el momento del abandono y de volver la vista atrás y ser alguien que ya sólo tiene logros en el pasado, una discografía que nunca se incrementará con otro disco de piano. Sufría, os lo aseguro; tanto admiro a este ruso genial, tanto le debo. Como si fuera de mi familia, acaso un hermano mayor, lo veía cansado y desengañado, con muchísimo a la espalda y con la repentina convicción de que lo que le esperaba era pequeño, falso, sólo sombras en una esquina de la pared. Le temo al tiempo, a su desgaste, a su fría aniquilación.
Pero el gran Vladimir Ashkenazy sigue aquí, sigue tocando el piano, sigue dirigiendo orquestas y sigue estando en una parte de mi vida para siempre, inamovible, como para otros lo es un viaje a un país extranjero o la consecución de un logro absolutamente personal. Cuánta felicidad me ha aportado a mí el viaje al país Ashkenazy, haberle conocido. Y después de darle muchas vueltas, de no saber cómo empezar ni cómo plasmar por escrito mi agradecimiento, aunque nunca lea el maestro este escrito, al menos ya está aquí y puedo decir: amigo, no pares, olvida tu edad, sigue siendo un hombre-música, no cierres tu país, que aún muchas visitas me quedan y muchos visitantes han de ir hasta allí.

Lectura recomendada: Murasaki Shikibu, la novela de Genji. En el blog de Mart.

11 febrero 2008

Elio Vittorini, la palabra y el escritor


En todo hombre está la esperanza de que acaso la palabra, una palabra, pueda transformar la sustancia de una cosa. Y en el escritor está la de creerlo con asiduidad y firmeza. Está en nuestro oficio, en nuestra misión. Es fe en una magia: que un adjetivo pueda llegar donde no llega, buscando la verdad, la razón; o que un adverbio pueda recuperar el secreto que ha escapado a toda pesquisa.


(Palabras de Elio Vittorini, extraídas del libro "La novela italiana de la posguerra", de Giorgio Pullini)

04 febrero 2008

La soledad, de Jaime Rosales


Fuera caretas, abajo las coartadas. Se puede hacer buen cine comprometido, social y valiente, que mira cara a cara a la vida, que es reconocible y habla de gente como tú y yo, la clase media, ésa que parece no importarle al sistema más que para largarnos películas hollywoodienses de acción descerebrada y argumentos sin pies ni cabeza.
Se puede hacer este cine, tiene espectadores y -aunque no es necesario, pero ahí queda- recibe incluso los mayores premios, como anoche en los Goya.
Mi aplauso para los creadores de una película tan original, que es puro cine y pura emoción.

01 febrero 2008

Contra los coches


Se pierde la dignidad, se pierde la vergüenza, se pierde una parte importante de lo que le define a uno como ser humano cuando atropellas a alguien con un coche, lo matas y luego reclamas que te paguen los desperfectos que el otro ser humano, mientras moría, le hizo al pedazo de lata andante que llamamos coche y veneramos como al nuevo becerro de oro.
Nunca quise tener coche. Nunca quise poder hacer daño -me decían algunos amigos que quizá no había madurado en algunos aspectos: qué alegría ser un inmaduro para siempre antes que volverme un inconsciente y un prepotente por manejar una bestia con ruedas que puede matar-, matar aunque fuera debido a un descuido.
Se puede vivir sin coche. Se puede ir a comprar el pan sin coche. Se puede ir al centro de la ciudad sin llevar el coche. E ir a otras provincias. Se pueden hacer muchas cosas. Detesto los edificios de Nueva York porque no están hechos a la altura de la esperanza humana. Detesto los coches y las prisas y a los imbéciles que se creen poderosos con un volante entre las manos. He mantenido discusiones y defendido que es un conductor homicida el que va a más de la velocidad permitida por cualquier carretera y un homicida a secas el que lo hace en una ciudad o en un pueblo, donde un niño despistado puede surgir tras cualquier esquina.
Me dan asco tantos anuncios sobre coches. Los veo y los olvido, porque no retengo los nombres, las marcas. Sólo los recuerdo por el color. Viajo poco pero contamino menos. Soy amigo de los autobuses y, sobre todo, de los trenes. Se puede vivir sin ser un conductor. Se puede vivir y dejar a los demás en paz.
Esos que atropellan y luego reclaman dinero para arreglar sus coches a las familias de las víctimas son animales predadores. Creen ser personas pero no lo son. Que el cielo los juzgue.


Foto: Willy Ronis