No es un compositor, pero sin duda a este inigualable intérprete -el que más grabaciones de referencia tiene de todos los músicos vivos- le debo haber descubierto la música clásica y a muchos compositores, incluso a otros artistas. Yo escuchaba a Leño, a Dire Straits, a Pink Floyd, a Carlos Cano. En mi casa nunca había entrado ningún disco de música clásica. Pero escuchando la radio, sobre todo por la tarde, empecé a oír su nombre en un programa de José Ramón Ripoll. Todas las composiciones que interpretaba al piano aquel tipo llamado Ashkenazy me gustaban. Y les seguí la pista a los autores, profundicé en un tipo de música del que conocía sólo lo más popular. Gracias a Radio Clásica -una emisora que da íntegras las obras, que no tiene publicidad, que es una tierra en la que nunca se pone el sol de la alegría, de la rotundidad, de la viveza, de la vida, en suma, que procura el gozo de la música-, a Ripoll, a Ashkenazy disfruté de las piezas breves de Schumann, de la grandiosidad nunca superficial de Beethoven, del romanticismo de Rachmaninov, de la percusividad de Prokofiev, de la majestuosidad -tan afín a la música de Elmer Bernstein, el compositor de bandas sonoras, aunque por otras vías que se comunican no tan secretamente- del Mussorgski de "Cuadros de una exposición", mi preferida de entre todas las creaciones de la música seria, como la define el gran pianista al que dedico este escrito.
Así se me presentan algunas de las mejores sorpresas, así voy dando saltos de una piedra a otra, de una voz a otra: porque puedo decir que, tantos años después, sigo admirando a Ashkenazy, oigo sus discos sinfónicos y les sigo la pista a los intérpretes que trabajan a su lado. Hélène Grimaud es por ahora la última parada, tan satisfactoria y tan plena, con tanto por decir aún. El maestro, entretanto, ha cumplido 70 años. Hace diez o doce yo me lo imaginaba sentado y dudando por primera vez ante el teclado, mirando su manos y sintiendo que la fuerza, la bravura y la delicadeza las habían abandonado. Temía saber que no tocaría más, que habría llegado el momento del abandono y de volver la vista atrás y ser alguien que ya sólo tiene logros en el pasado, una discografía que nunca se incrementará con otro disco de piano. Sufría, os lo aseguro; tanto admiro a este ruso genial, tanto le debo. Como si fuera de mi familia, acaso un hermano mayor, lo veía cansado y desengañado, con muchísimo a la espalda y con la repentina convicción de que lo que le esperaba era pequeño, falso, sólo sombras en una esquina de la pared. Le temo al tiempo, a su desgaste, a su fría aniquilación.
Pero el gran Vladimir Ashkenazy sigue aquí, sigue tocando el piano, sigue dirigiendo orquestas y sigue estando en una parte de mi vida para siempre, inamovible, como para otros lo es un viaje a un país extranjero o la consecución de un logro absolutamente personal. Cuánta felicidad me ha aportado a mí el viaje al país Ashkenazy, haberle conocido. Y después de darle muchas vueltas, de no saber cómo empezar ni cómo plasmar por escrito mi agradecimiento, aunque nunca lea el maestro este escrito, al menos ya está aquí y puedo decir: amigo, no pares, olvida tu edad, sigue siendo un hombre-música, no cierres tu país, que aún muchas visitas me quedan y muchos visitantes han de ir hasta allí.
Lectura recomendada: Murasaki Shikibu, la novela de Genji. En el blog de Mart.
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