01 febrero 2008

Contra los coches


Se pierde la dignidad, se pierde la vergüenza, se pierde una parte importante de lo que le define a uno como ser humano cuando atropellas a alguien con un coche, lo matas y luego reclamas que te paguen los desperfectos que el otro ser humano, mientras moría, le hizo al pedazo de lata andante que llamamos coche y veneramos como al nuevo becerro de oro.
Nunca quise tener coche. Nunca quise poder hacer daño -me decían algunos amigos que quizá no había madurado en algunos aspectos: qué alegría ser un inmaduro para siempre antes que volverme un inconsciente y un prepotente por manejar una bestia con ruedas que puede matar-, matar aunque fuera debido a un descuido.
Se puede vivir sin coche. Se puede ir a comprar el pan sin coche. Se puede ir al centro de la ciudad sin llevar el coche. E ir a otras provincias. Se pueden hacer muchas cosas. Detesto los edificios de Nueva York porque no están hechos a la altura de la esperanza humana. Detesto los coches y las prisas y a los imbéciles que se creen poderosos con un volante entre las manos. He mantenido discusiones y defendido que es un conductor homicida el que va a más de la velocidad permitida por cualquier carretera y un homicida a secas el que lo hace en una ciudad o en un pueblo, donde un niño despistado puede surgir tras cualquier esquina.
Me dan asco tantos anuncios sobre coches. Los veo y los olvido, porque no retengo los nombres, las marcas. Sólo los recuerdo por el color. Viajo poco pero contamino menos. Soy amigo de los autobuses y, sobre todo, de los trenes. Se puede vivir sin ser un conductor. Se puede vivir y dejar a los demás en paz.
Esos que atropellan y luego reclaman dinero para arreglar sus coches a las familias de las víctimas son animales predadores. Creen ser personas pero no lo son. Que el cielo los juzgue.


Foto: Willy Ronis