09 enero 2008

Philip Glass: Metamorphosis Two


La orquesta completa está dentro de un piano, la vida entera cabe dentro de la música que genera un piano. Oyendo Metamorphosis Two, de Philip Glass, con Jeroen Van Veen ante el teclado, las sensaciones se multiplican y vuelan en torno a una sola, en círculos concéntricos, como si la felicidad fuera un único objeto y todo diera vueltas a su alrededor. Porque a mí esta música me hace feliz, cómo ocultarlo. Siempre he sido devoto de la música para piano solo y además he admirado intensamente a los compositores contemporáneos. Glass es uno de los grandes, minimalista, y sus composiciones son envolventes, llenas de sensibilidad y la magia del hallazgo profundo, que toca algo en donde no hay lugar para el pensamiento ni para la divagación, donde la música es lo más alto y perfecto. Cuando el piano despide una sola nota y los dedos acompañan por debajo con otras que parecen alzar a la primera, sostenerla en alto para que nos llegue con mayor viveza y plenitud, me relajo y a la vez noto que algo se me escapa y busca una comunicación inmaterial, acaso posthumana. ¿Cómo podría pagársele a un gran músico por componer algo tan sublime? No bastaría todo el dinero del mundo, eso lo tengo claro, y probablemente nada tenga el suficiente valor como para pagarle. Quizá el único pago es la escucha atenta, alejada del runrún cotidiano, en un rincón que no ha de ser grande ni especial, sino tan sólo un lugar momentáneamente dado a la satisfacción del sonido, la lujuria de lo inesperado, el amor de lo que se repite con deseo: es tan sensual y bella la música, es tan real que cuando escribo me pregunto tontamente si la música podrá oírme, saber que estoy aquí, escuchándola, me pregunto si la música podrá saber que me hace vivir.