La cabeza de mi madre, en la almohada, es un peso liviano. Pero sus ojos, que nos miran intensamente, tienen un peso enorme, porque transmiten ganas de vivir, porque te buscan y consultan qué hay en tu cara y te alegran dejando caer una sonrisa hasta la boca. Sólo murmura. Apenas se queja. Mi madre está en la cama del hospital. Vuelve la cabeza para ver quién se le acerca. Sólo por eso lo premia con una sonrisa. Le seco el sudor de la frente, le acaricio la mejilla, le susurro si se altera. Mi madre es todo ojos: de un color que no sé decir, de una transparencia vivificante, con un brillo sin lágrimas que me ata y me emociona. Si me aparto de su lado y me alejo, sus ojos me siguen, me llaman, me reclaman. Pero también mira mi madre a mis hermanos, también les sonríe a ellos. Y se queda expectante cada vez que una enfermera le habla, la mueve, porque en su memoria no halla la imagen para comparar y reconocer. Mi madre es sus ojos, dos ojos que registran aunque no entienden demasiado, dos ojos que se fijan en los cambios de la luz en la ventana, que toman por reales a los seres fantasmales de la pantalla de televisión. Los ojos de mi madre han visto más de ochenta años de alegrías, penas, injusticias, han visto noches y días y saben cómo hacerte sentir que la vida merece la pena. Y los ojos de mi madre nos convocan, alejan de nuestra memoria el daño y la enfermedad y el accidente que la ha llevado al hospital y nos hermanan de nuevo, nos ayudan a mirarnos de nuevo con confianza, de nuevo rebosan bondad y nos rendimos y nos alumbramos y nos alimentamos y olvidamos tantas cosas que sólo habían surgido para separarnos.
(Foto: Nadar)
(Foto: Nadar)