Íbamos al cine con una compañera de clase y ella elegía una de miedo, lo que era la excusa perfecta para que te cogiese de las manos y te pidiera ayuda, que no te enteras, Paco, que me gustabas hace tiempo, tú siempre perdido en tus libros y tus largas conversaciones. No éramos celosos, no nos importaba el comentario de una amiga que había visto a tu chica con otro paseando por la playa, porque seguro que había una explicación. Y si no la había, sabíamos perdonar; y perdonábamos. No consumíamos tantas cápsulas y recurríamos al geniecillo dormido dentro de una botella para perder la timidez y el miedo y para ahogar la tristeza, que era más llevadera, más breve, sólo una acompañante ocasional. Nuestra imaginación era más natural, nuestras conversaciones incluían una inolvidable e insuperable frase -"no aísles", cuando éramos tres y uno se quedaba fuera de juego porque hablaban sólo dos; "no aísles", decía mi novia porque la amiga que venía con nosotros al cine se quedaba callada o la aburríamos hablando de algo que sólo nos incumbía a mi chica y a mí-, la gente era más generosa, menos desconfiada, creía menos en la propiedad y se enamoraba más fácilmente, aunque después no fuera nunca capaz de dar el primer paso. Daba igual: disfrutábamos imaginando. No se acababa el mundo si te dejaban, si ella te había engañado no buscabas venganza y jamás recurrías a la violencia, porque ella no era tuya, no la poseías: la posesión no era nuestro primer objetivo. Recuerdo que yo era feliz con ella sentados en la playa, cantando, en tardes hurtadas al estudio, y que cuando nos separábamos nunca me iba solo, nunca me iba sin algo nuevo o sin la sensación de haber profundizado en un aspecto, en un tema, en una meditación; me marchaba con las manos aún suaves por las caricias, con la mente llena de imágenes que se habían enganchado ya a la memoria (aún perduran, de hecho), con el paso ligero y convencido de quien incluso en la adversidad sabe hallar algo que merece la pena.
(Foto: Carlos Pérez Siquier)
(Foto: Carlos Pérez Siquier)