26 octubre 2007

Mi madre no murió sola


Mi madre no murió sola. Yo cogía su mano derecha con mi mano derecha, la izquierda la puse con la palma abierta en su frente, mi hermano Pepe le cogía la otra mano. No quisimos que se muriera conectada a las máquinas, que llamaran y nos dijeran que había muerto y verla sola, en una camilla de hospital. Cuando llegué, sufrí un ataque de nervios. Ella estaba en coma. Yo la había dejado consciente, con sus ojos tan abiertos, tan comunicativos, llenos de la vida grata y la alegría tan palpitante que siempre los llenaron. Me abracé a mi hermano Pepe, lloré como sólo se llora cuando va a morir la persona a la que más has querido en tu vida. Salí corriendo, seguido de Inma, mi mujer, por el pasillo. Me dejé caer, o me caí, y el mundo se redujo a una visión corta y unos pensamientos destrozados. Pero, de repente, me levanté y tomé una decisión: ella ha hecho tanto por mí, nos ha dado tanto que se lo merece todo, hay que ayudarla, asistirla, estar con ella hasta el final. Nunca antes había visto a un muerto. Con treinta y nueve años, siempre le hurté a mi mirada esas imágenes que perturban la memoria durante el resto de nuestra vida. Pero volví a la habitación. Le dije a mi hermano que le cogiera la mano, yo tomé la otra, le puse la mano en la frente y mi madre, poco a poco, sin sufrir, acaso sintiéndonos, acaso oyéndonos, se fue muriendo sin dolor -tenía los pulmones encharcados: un resfriado que, con su edad y el alzheimer encima, era insuperable-, como un pececito fuera del agua, yo diría que se abandonó y no luchó, para ahorrarnos angustia y miedo -siempre fue así, siempre: esa mañana se comió todo lo que le di, hasta abría la boca dibujando la forma de la jeringa con la que la alimentábamos, incluso esbozó una de sus sonrisas, gesto con el que se comunicaba casi plenamente desde que dejó de hablar-, siempre tan generosa y tan buena. Mi voz se mantenía firme y le pedí a uno de mis sobrinos que llamara a su padre, Emilio, y a su tío, Cayetano, porque noté que estaba muriéndose. Y unos instantes después murió mi madre, ante sus hijos, en nuestras manos, como ella nos tuvo al nacer. Mi madre no murió sola. Se quedó de lado, como un pajarillo- me acuerdo de esos pequeños gorriones que caían prematuros de sus nidos al patio de nuestra casa de Ugíjar, con las horas contadas- delgada e inerme, en su cara la expresión serena del que duerme y ha cumplido gratamente con su papel y nada tiene que reprocharse.
Anteayer, mi hermano Pepe me preguntaba aún cómo podía saber yo que mi madre se estaba muriendo. Otras personas han aguantado horas, hasta días, me dijo, en su situación. Yo nací de ella, pienso, y fui quien más tiempo pasó a su lado - treinta años - , estuve los últimos cuatro días en el hospital desde la mañana hasta la noche, y supongo que nos entendíamos de una manera inefable. ¿Cómo explicar, si no, el texto que escribí para este blog, y que podéis leer más abajo, horas después de perderla? ¿Y el texto que a las seis de la mañana volcaba en un papel el día de su entierro y que una de nuestras primas leyó en la iglesia? Mi madre me apoyó siempre, me compró cuantos libros le pedí, nunca dejó de sonreírme. Son los peores días de mi vida. El lunes cumplí cuarenta años. Aún no soy capaz de oír música, aún me domina el dolor de estómago. Pero no va a acabar aquí todo. Por lo pronto, hemos decidido reunirnos un día al año -hermanos, nietos, mi padre- en honor de Aurora, nuestra madre, un día distinto del 1 de noviembre, que recuerda a los muertos; seguramente el día de su onomástica, para celebrar que vivió y siempre estará viva. Mi madre.