Te miras en el espejo y ves a un preocupado tipo que tiene que levantarse e ir a trabajar desganado, que desayuna sin ganas y se toma un café en un descanso solo o acompañado, con pocas ganas de reír y menos aún de hablar. El preocupado que piensa en lo que hará cuando acabe el trabajo, que sueña despierto con llegar a casa y poner en marcha la maquinaria de su otro yo, el que de verdad querría ser las veinticuatro horas del día, leyendo, escribiendo, viendo cine, paseando, tomando cervezas, no haciendo nada. Debería de ser un derecho inalienable. En una novela de Ursula K. Leguin leí una vez una historia sobre un mundo completamente anarquista, habitado y vivido (no creáis que es una redundancia) por anarquistas. Nadie les obligaba a nada, y sin embargo el mundo era pobre pero funcionaba. Nuestro tipo, en cambio, ya no tiene ideas políticas. Necesita realizarse, ser feliz. Compensar las horas idiotas dadas al esfuerzo por la supervivencia, algo que debería de tener asegurado todo el mundo. Recuperar el tiempo perdido. Nuestro amigo se conecta a internet, escribe en su blog y visita los de otros amigos. Lee las ediciones digitales de "El País" y de "El Mundo", se entretiene ante todo en las secciones de cultura y tecnología, no se le olvida mirar las viñetas y piensa que gente como El Roto, Máximo y Romeu son más certeros y profundos que casi todos los articulistas (le gusta mucho Javier Ortiz, una excepción) y reporteros que manchan con palabras y párrafos anodinos los espacios en blanco de esas y todas las publicaciones semejantes. Cuando mira el reloj, de repente es la hora de la cena - o de acostarse - y algo zumba en el pecho y en las sienes del tipo. Algo que le reconcome. No está contento. Ha tenido pocos minutos, pocas horas. Se mira en el espejo mientras se lava los dientes desgastados por la edad y las comidas de mediana importancia y siente pena de sí mismo y de su vida. Y cinco minutos después se acuesta nuestro preocupado egoísta.
Foto: Inma Lucena