Así se llama el documental que vimos recientemente en Documentos TV, ese gran programa de TVE2, uno de los más veteranos y quizá el mejor de los que pueblan nuestras pantallas. Es una visita al Estrecho de Gibraltar, ese sitio separado por sólo 15 kilómetros de África. El fotógrafo Fernando García Arévalo recuerda la llegada de los primeros inmigrantes a las costas españolas y vemos sus fotografías. Nos cuenta que una vez estaba con los pies en el agua fotografiando un cadáver mientras oía cómo otro cadáver se golpeaba contra una roca. Dejó la cámara y agarró el cuerpo por lo hombros para evitar que el mar siguiera castigándolo (ese mar amigo de los poetas que mata a los negros pobres, ese mismo mar) y lo sacó a la orilla. Justo cuando empezó a sonar un teléfono móvil que el muerto llevaba entre sus ropas. Dice Fernando que sintió miedo. La voz se le va, se le adelgaza antes de confesar que deseó que esa llamada la hiciera la madre del muerto. Quiero que fuera ella. Y seguimos viendo fotos de inmigrantes muertos bajo el mar, llevados por la corriente, fotos que ondean como banderas de desgracia y dolor. En un mundo atestado de ficciones, esta no es una historia más, me dice una voz que late en mi estómago. Hay caras de muertos que te sacuden como si fueran las de tus familiares. Quince kilómetros. Y atraviesas ese espacio y te llaman ilegal. Tantas ficciones que actúan como los efectos secundarios de la medicinas más fuertes. Hay que abrir los ojos a la realidad. Porque aún puede resultar injusta, arbitraria, incapaz, tan sumamente desagradable. A veces otros vecinos de mi edificio - vivo en un barrio obrero de Granada - se quejan de que los que viven en el segundo piso hacen demasiado ruido y son muchos. También son negros. Yo los oigo trajinar por la noche, mover muebles, y me pregunto cómo sería mi vida si tuviera que recorrer los quince kilómetros buscando las primeras costas de África.
Foto: Fernando García Arévalo