26 noviembre 2006

Leonard Cohen en San Sebastián


Vuelvo a ver el concierto que en 1988 dio en San Sebastián el cantante y escritor Leonard Cohen y vuelvo a pensar que es un artista único. Esa voz incomparable y profunda, íntima, rasgada, propensa a la confesión y nunca al grito me emociona como cuando la oía hace años, muchos años. Cohen cierra los ojos para cantar, se concentra como si buscara comunicarse con algo que vive en su interior, que sólo si consigue mantener esa honda concentración saldrá y comunicará por su boca y en su voz verdades profundas y auténtica poesía. Sólo de cuando en cuando los abre y mira hacia algún punto, una luz que acaso sólo él ve, difícilmente hacia el público, pero no es que lo desprecie ni tema perder la concentración si mira alguna cara que dirige hacia él unos ojos fijos y admirativos, porque el público parece estar dentro de él, latir con su voz y su emoción convertida en sonidos que aunque no sepamos traducir nos llegan dentro y se comunican con una parte de nuestro cuerpo que quizá no es material y que todos poseemos aunque no siempre dejamos que lata libremente. Cohen canta Aleluya, canta al Partisano, canta a Suzanne, canta a Lorca y su tono no nos cansa, no nos adormece, sino que nos impulsa a vibrar con los brazos separados y casi flotantes, en un baile lento y acompasado que se extiende por todo el cuerpo, que toca la piel y el cerebro, hasta que dejamos de sentir el tiempo y por un rato somos sólo palabras y versos e imágenes e invención que vaga sin que nada pueda pararlo. Cohen mira una vez a las chicas que le acompañan, que suman sus maravillosas voces a la suya, y entonces me fijo en Julie Christensen, rubia, con un escote que deja al descubierto unos hombros hermosos y delicados y creo ver más armonía: en su piel, su cara, sus movimientos. Me trastorna su voz aguda y llena de pasión y dolor en la canción dedicada a Juana de Arco. Y al acabar el concierto me siento feliz, renovado, y me pregunto si mañana, cuando de nuevo ponga en marcha el dvd, volveré a emocionarme, a cantar uniendo mi voz a la susurrante de Cohen, si buscaré los ojos de Julie y no dejaré que nada, excepto esa música y esos artistas, llenen mi vida durante dos horas.
Este texto está dedicado, por diversas razones, a Clarice Baricco y Ninoska Mermoud-Santiago, principalmente porque si no las hubiera conocido estas líneas nunca habrían sido escritas.